EN LA NIEBLA (SEGUNDA PARTE)
Resultó que el doctor sabía perfectamente lo que se hacía,
nos guió hasta el hospital de manera eficaz y hablándome con tanto tacto como
si fuera un amigo de toda la vida.
Yo solo podía fijarme en la cara de Martín, seguía
cogiéndole la mano incluso con demasiada fuerza, aquella mano que me había
devuelto a una vida que por un momento no había dejado de vivir; Tan atento a
mi amigo iba que no reparé en los edificios de piedra gris que aparecían entre
la espesa niebla con la que parecía que Handem había decidido recibirnos. Casi
como si la propia urbe tratase de decirnos que aquél no era nuestro sitio.
Lo siguiente que recuerdo es encontrarme en una sala de
espera de un color tan blanco como el de la cal. Allí, sentado sobre una silla
de madera que se quejaba de manera constante ante cualquier movimiento, mis
ojos se habían quedado clavados sobre la puerta acristalada tras la que estaba
la consulta en la que estaban intentando que Martín mejorase.
Alguien tosió a propósito a mi lado, con el fin de llamar mi
atención, por lo visto llevaba un rato intentándolo sin éxito. Al escucharlo me
encontré con la mirada del hombre del pañuelo y la cicatriz, con la diferencia
de que este último lo sostenía en la mano tal vez como un gesto de empatía
hacia el chico, e incluso hacia mí. Pero aquella empatía no podía ser
recíproca, sabía lo que acababa de hacer por nosotros pero recordaba con
impotencia la reacción de aquél hombre dejando que la anciana acabara en el
fondo del agua.
-Solo quería decirle que me marcho de nuevo y que mañana
vendré con los demás.
Aunque lo intenté fui incapaz de articular palabra alguna.
-Tranquilo- intentó calmarme-, no tiene porque sentir
simpatía alguna por mí, no he hecho esto esperando agradecimiento; Tampoco
espero que comprenda nuestra forma de hacer las cosas, lo que sí le puedo
asegurar es que el niño se va a poner bien.
El hombre de la cicatriz se volvió a poner el pañuelo sobre
su dorada cabellera, y sin esperar contestación se marchó.
Me hubiese gustado preguntarle cómo sabía aquello, pero al
mismo tiempo me convenía creer que decía la verdad; Llegado el momento nos
acogemos a la fe o a las teorías que hagan falta siempre que estas nos
convengan.
En cualquier caso, sentía una repulsa total por aquello que
aquél hombre denominaba “su forma” de hacer las cosas. Me parecía una forma
burda de excusarse.
Recuerdo que el tiempo se estiró hasta lo indecible haciendo
eterna mi espera, da igual lo que me cuenten, he vivido lo suficiente para
saber que este se estira o se contrae a conveniencia.
Cuando la puerta se abrió mi corazón se desbocó como un
caballo salvaje, algo que se acentuó cuando la enfermera que salía me dirigió
aquella mirada de preocupación sin siquiera pararse a hablar conmigo.
-Pase amigo- escuché la voz del doctor.
Accedí a una estancia con una camilla en su centro y una mesa de escritorio al fondo tras la que
se encontraba sentado Fredson. Había también un par de puertas laterales y
vitrinas llenas de frascos y utensilios médicos, pero no, Martín no estaba
allí.
-Si busca al chico no lo va a encontrar- dijo mientras
parecía escribir algo en un folio.
Me dejé caer, totalmente abatido, sobre una de las sillas
que se encontraban libres.
-¿Cuándo ha sucedido?- pregunte con voz temblorosa.
-¿A qué se refiere?- me preguntó mirándome con curiosidad.
El doctor abrió los ojos de par en par cuando se dio cuenta
de lo que yo había entendido.
-Oh, no no no. ¡Disculpe usted mi torpeza a la hora de
explicarme! Quería decir que le hemos trasladado a una sala de ingresos.
Creí en ese mismo momento que me caía al suelo, todo pareció
girar a mi alrededor a la velocidad de la luz durante unos segundos. El hombre
se percató de mi estado y se levantó para intentar mantenerme en pié.
-Estoy bien, estoy bien- dije levantando la mano-, ¿se va a
poner bien?
-Es difícil saberlo- comenzó a decir llevándose las manos a
los bolsillos-, pero hemos conseguido bajarle la temperatura corporal y eso ya
es un gran logro. El chico es fuerte.
-Puedo dar fe de ello- aseveré.
-Ahora la medicación que le estamos suministrando debería de
ayudar a las defensas de su cuerpo a luchar contra la infección que ha
desarrollado.
-¿Puedo verle?
-Claro, acompáñeme- me indicó.
Seguí al buen doctor a través de los pasillos del edificio
sin apenas fijarme en el camino, un camino que más adelante me aprendería de
memoria. Llegamos a una sala con una docena de camas separadas entre ellas tan
solo por unas roídas cortinas blancas. La sala estaba prácticamente vacía y
allí, al fondo, pude verle. Mi amigo descansaba con la cabeza vuelta hacia un
lado y parecía respirar con dificultad pero de manera regular.
¡Qué cruel me pareció aquella estampa! Ver a alguien que
siendo una magnífica representación de lo que es estar vivo, se encontrase tan
apagado. La piel de su cara tenía un color más blanco de lo normal y sus labios
ya no mostraban aquella magnífica sonrisa.
-¿Cuánto tiempo puede estar así?
-Eso depende de hasta donde haya llegado la infección y de
lo fuerte que sean las defensas del chico. Esta guerra se librará dentro de él-
explicó mientras intentaba reprimir un bostezo-, lo mejor es que se despierte
cuanto antes. En unas horas, un par de días como muy tarde. Por mi experiencia,
la gente que está inmersa en este tipo de “sueño” y no se despierta en esos
primeros días ya no lo hace.
-¿Jamás?- pregunté alarmado.
-Algunos nunca, pero usted no ha de pensar en eso. De nada
serviría en cualquier caso. Y como ya ha podido experimentar el tacto en el
dialogo no es mi fuerte- explicó intentando sonreír-, ahora ambos deberíamos
descansar. Yo intentaré hacerlo en el camastro de mi consulta, a estas horas no
voy a encontrar transporte alguno que me lleve de vuelta a mi casa. Usted puede
recostarse en la sala de espera, siento no poder proporcionarle un lugar mejor
por el momento.
-Al contrario, no sé como agradecerle todo lo que está
haciendo, si no fuese por usted..- mis palabras dejaron de salir de mi
garganta.
Fredson apoyó su mano sobre mi hombro de manera suave y se
marchó decidido.
-Ah, una cosa más- dijo, cuando salía por la puerta-,
intente no enemistarse con las enfermeras de esta planta, aunque me han
asegurado que no, yo creo que algunas muerden.
Eché un vistazo a la sala de espera y vi que estaba
presidida por una decena de incómodas sillas. A los lados había un par de
butacones acolchados que me parecieron lo más aceptable para descansar o al
menos intentarlo.
Antes de parpadear un par de veces caí de puro cansancio en
un profundo pero perturbador sueño. Cada noche de los días que estuve esperando
a que mi amigo recobrara la consciencia el mismo sueño angustioso venía a mi
mente; En el sueño, la anciana del río intentaba hablarme, decirme algo
importante, pero yo no podía distinguir qué era, me encontraba demasiado lejos
de ella. Y entonces lo veía, veía a
Martín cogido de la mano de la mujer y antes de alcanzarlos ambos se hundían en
las profundas aguas de aquél río que yo nunca lograba alcanzar.
Me despertaba de aquella pesadilla agitado y disgustado,
repitiéndome a mí mismo que solo era un maldito sueño. A veces despertaba y
comprobaba que apenas habían transcurrido unos minutos, otras abría los ojos
cuando los primeros rayos del sol se colaban por la ventana.
Pero la vida transcurría fuera de mi pequeño mundo, al final
tardaron casi dos días en llegar, desconozco el motivo de tal retraso, pero
cuando mis compañeros de peregrinaje llegaron, no hubo nadie en la ciudad que
no se enterase; Ese día el hospital cambió su acostumbrada paz y sosiego por un
trasiego constante de enfermos, acompañantes y enfermeros. El personal no
estaba preparado para tal volumen de trabajo y eso se reflejaba en sus caras;
Sin embargo el estrés no era lo único que provocaba aquellos malos gestos
continuos, había algo más, algo más sucio e igualmente humano, rechazo.
Los nuevos invitados sin embargo comenzaron a llenarse de
energía, tal vez no de la misma manera que antes de la tragedia, pero ahora que
eran conscientes de que habían sobrevivido parecían de nuevo agradecidos por ello; Los más
afortunados habían conseguido llegar con su familia al completo, y aquella
ciudad se les presentaba como una segunda oportunidad para ellos y sus
descendientes. Aquella primera semana, ninguno de ellos se daba cuenta del
problema que crecía y crecía silencioso por cada rincón de la ciudad.
Yo, por mi parte, intentaba trabar conversación con el
personal del hospital sin mucho éxito, solían responderme, los más educados,
con simples movimientos de cabeza. Sin embargo durante aquellas largas noches
logré ganarme la simpatía, llamarle simpatía tal vez sea desmesurado, de la
enfermera que cuidaba de Martín; Una mujer joven y vivaracha pero con un rigor
mortis perpetuo en su rostro, sus dientes debían de estar a punto de quebrarse
bajo la presión a las que lo sometía su mandíbula. Con todo, se trataba de una
buena profesional y su trato con los demás, especialmente con los pacientes,
era más que correcto.
Creo recordar que fue durante la cuarta noche cuando
conseguí reunir el valor suficiente para preguntarle a qué se debía aquella
reacción. Pregunté con sinceridad y me pagó con la misma moneda, una breve
explicación sobre porqué para la ciudad era malo recibir en aquellos momentos a
tanta gente, que apenas tenían para los “de allí” y aquello les ponía en peligro
a todos, acabó su horrenda explicación con una frase que después escuché
cientos de veces y que ya nunca pude olvidar.
-No crea que no siento lo que les ha sucedido, pienso que es
horrible, pero nosotros no tenemos la culpa.
Desde esa noche tres cosas me atormentaban sin cesar y por
el siguiente orden, la enfermedad de mi amigo, el sueño de la anciana y las
palabras “nosotros no tenemos la culpa”.
Al séptimo día, aunque suene pomposa tal introducción, todo
cambió, y no precisamente a mejor. Comenzaba a anochecer, eso intuía, ya que me
había resistido a recorrer las calles de aquella ciudad en la que todavía no me
sentía cómodo. Es como cuando alguien te encuentra una casa, una buena casa y
tú sin embargo no has sido partícipe de su elección, esa casa jamás será
realmente tu casa. Llámenle ego u obstinación, pero así es de manera
irremediable.
Siete días eran mucho tiempo para que el muchacho siguiera
sumido en aquél trance del que no parecía poder ni querer salir. El doctor
Fredson, del que solo guardo buenos recuerdos y al que siempre estaré
agradecido, me acompañaba en multitud de ocasiones, invitándome incluso a comer
con él; Puedo decir, sin miedo a exagerar, que se convirtió en algo muy
parecido a un buen amigo. Yo me aferraba a sus constantes ánimos como última
esperanza y él a cambio parecía muy interesado en saber todo sobre la vida que
había llevado en la que hasta hacía poco había sido mi casa.
Intentaba por todo los medios centrarme en mi amigo y
apartar de mí la melancolía que amenazaba con atenazar mi corazón a cada
instante. A pesar del trajín que había traído consigo la llegada de los
refugiados, la mayoría se habían recuperado de sus lesiones y magulladuras,
solo los más enfermos continuaban allí postrados.
Bien, como suele ser habitual en mí, he dado un rodeo
excesivo para contar algo bastante sencillo, como siempre he dicho, se puede
saber escribir y sin embargo no tener talento alguno para ello. Como decía, comenzaba a anochecer y no
recuerdo que leía en aquél momento, de lo que se deduce que dicha lectura no me
causo una gran impresión. En cierto momento noté un alboroto de gente corriendo
y hablando en voz alta, por el tono de las voces estaba claro que algo grave había sucedido.
Cuando el ruido cesó salí al pasillo para saciar mi curiosidad
y allí me encontré de frente con la enfermera que cuidaba normalmente de
Martín, pero en esta ocasión, su uniforme blanco se encontraba totalmente
manchado de sangre.
-¿Qué ha sucedido?
-Ha sido uno de los suyos, ¡le ha clavado un cuchillo a un pobre
anciano!- espetó con rabia.
Pese a que mi mente seguía estando en otra parte, comenzaba
a darme cuenta de que nos encontrábamos ante el comienzo de un verdadero
problema. Tal vez nos habíamos precipitado al pensar que Handem podía ser
nuestra nueva casa, o como mínimo no habíamos reparado en el precio que
deberíamos pagar por ello.
Los enfermos con los que me cruzaba al pasar cerca de sus
camas me miraban con la misma expresión de preocupación que yo les miraba a
ellos, y ante sus preguntas solo podía contestarles aquello que mi amiga
amargada había dicho; Fue casi como si Martín por un momento hubiera pasado a
segundo plano, por mi cabeza pasaban las palabras de la enfermera, expresadas
de la forma en la que uno habla cuando se ha estado conteniendo durante tiempo
y acaba desahogándose. La cuestión es que, si así era, estaba claro lo que
aquella mujer sentía y por lo tanto lo que muchos de los habitantes de Handem
albergaban en sus corazones.
De alguna forma, a pesar de no ser afín a ningún tipo de religión,
recé porque aquella persona malherida se salvase.
El silencio que durante las siguientes horas se hizo el dueño de todo el edificio, dejaba
patente el estado de tensión e incertidumbre que vivíamos; Y el hecho más
alarmante de todos es que mi amigo el buen doctor se había saltado su visita
diaria. No fue hasta ya entrada la madrugada que volví a ver a Fredson, se
sentó a mi lado resoplando y secándose con un pañuelo las gotas de sudor que
empapaban su frente.
Su expresión me contó aquello que quería saber, y aquellos
gestos los acompañó con varios tragos de algo que contenía la pequeña petaca
que acababa de sacar de un bolsillo; Me ofreció un trago de aquello que por el
aliento del hombre, debía de tener un alto porcentaje de alcohol, invitación
que decidí declinar.
-Ha muerto- dijo sin mirar a ningún sitio en concreto.
-Seguro que han hecho ustedes todo lo que estaba en sus
manos para salvarle la vida- intenté consolarle de manera bastante torpe.
-Brindo por eso- dijo dando un nuevo trago.
Decidí guardar silencio ante mi transitoria falta de
repertorio dialéctico, y un rato después Fredson tomó la palabra de nuevo.
-Sé que estamos evitando hablar del tema, pero ambos sabemos
que Martín lleva demasiado tiempo sin despertar, lo siento pero de seguir así
me veré obligado a cambiarle de planta. Voy a mandar que esta noche le dejen
dormir junto a la cama de su amigo, le pondré una butaca que tengo en mi
despacho, no es muy cómoda que se pueda decir pero será mejor que pasarse
plantado toda la noche sobre una silla. Y la verdad, no me apetece acabar
teniéndole a usted también de paciente.
Aquél gesto, aunque fue recibido con agrado también me causo
cierta inquietud.
-No creo que el personal se lo tome muy bien.
-Sí- dijo sonriendo-, supongo que se refiere a la enfermera
Getts. ¡Al diablo con esa amargada! Sé que es poco científico, pero estoy
seguro de que de alguna forma su actitud hace que los enfermos de esta planta
sigan estándolo.
-En todo caso, de verdad que no quiero causar molestias, si
no puedo quedarme en la sala esta noche puedo esperar a las siguientes.
-Creo que no es consciente de lo que está sucediendo, puede
que esta sea la última noche que pueda pasar en este hospital- dijo mirándome
con cara de estupefacción-, acaba de morir un anciano acuchillado y un par de
testigos juran haber visto a uno de sus compañeros perpetrando tan horrible
acto.
-Sí, la enfermera me lo dijo antes. Siento los problemas que
les estamos causando.
El doctor me miró con los ojos totalmente abiertos y llenos
de indignación.
-Pero, ¿de qué está hablando? Hágame un favor, ¡jamás y le
digo jamás, se le ocurra darle la razón a los tarados que usan las desgracias
para sacar rédito de ello! Tenga un poco de orgullo, un poco de amor propio,
vienen ustedes de sufrir una tragedia, y puede que lo que cuentan de ese tipo
sea cierto o no, pero que me aspen si una persona así les representa a usted o
a ese chico que está inconsciente a unos metros de aquí.
El tono con el que el doctor se estaba expresando hizo que
más de un enfermero se asomasen y miraran
con desaprobación.
-¿Sabe usted cuantas personas han muerto este año en esta
ciudad, apuñaladas, estranguladas o a golpes? Yo se lo diré, ¡casi una
treintena! Y alguien pudiera pensar que eso es representativo de esta ciudad,
pero le aseguro que yo no voy matando a gente por ahí, ¡aunque a veces me
entren ganas!
Mientras el hombre hablaba, una enfermera que nos pedía
silencio tuvo que hacer gala de sus reflejos al esquivar la petaca que el
doctor le había lanzado a los pies.
-De verdad se lo digo- prosiguió algo más calmado-, esto se
va a poner muy feo. Conozco a la gente de Handem, y algunas de esas personas
hacen que en ocasiones me alegre de no poder ser padre, sé de muchos de ellos
que esperaban a que pasara lo de esta noche. Y por desgracia yo no tengo el
poder de ponerle a usted a salvo, pero sí le puedo dar una noche cerca del
chico. Usted preocúpese de sus problemas que no son pocos, yo lidiaré con los
míos- terminó de hablar señalando con la mirada a una de las enfermeras que
pasó cerca de nosotros.
Y si hay algo más que pueda decir de aquella noche es que,
como siempre, el doctor mantuvo su palabra; Eso y que las pesadillas siguieron,
yo diría que fueron más vividas que nunca.
Y tampoco se equivocó Fredson en aquella ocasión, al día
siguiente todo fue a peor. Poco tiempo después de amanecer, un grupo de
personas vestidas con un uniforme marrón empezaron a pedir a los que no
estábamos en cama, que les acompañáramos. Eran parte de la policía local y por
sus rudas formas para con nosotros no se encontraban de muy buen humor.
Una vez que me despedí de Martín me junté con el grupo de
personas a las que nos habían conminado a dejar solos a nuestros amigos o
familiares. No intercambiamos muchas palabras, pero sí miradas, sí tristeza, sí
miedo, y ese mismo miedo atenazó nuestras voces. No habíamos hecho nada malo,
nada más allá de lo malo que alguien pueda considerar que es intentar
sobrevivir. Lo peor de aquel momento no fue sentir la desaprobación, el rechazo
de aquellos que no comprendían qué hacíamos allí, de aquellos que jamás serían
capaces de ponerse en nuestro lugar; Lo peor fue constatar como nosotros mismos
asimilamos una inexistente culpabilidad, puede que esto suene raro y redundante,
pero se puede ser culpable de nada, que es ser culpable igualmente. Y cuando tú
mismo te sientes así, no puedes reclamar una vida que tú mismo crees no
merecer. Vencer a un derrotado no tiene mérito, y en aquél momento volvimos a
recordar que nos habíamos quedado sin sitio en el mundo.
Vi a Fredson al salir del edificio y pude ver cómo me miraba
con sus ojos enrojecidos y húmedos, me preguntó si podía hacer algo por mí.
-Si Martín se despierta- dije en voz alta mientras recibía
empujones como advertencia para que no detuviera mi marcha-, intente ponerle
unas zapatillas, unas que no tengan agujeros, por favor. ¡Y dígale dónde estoy!
El doctor hizo un gesto de asentimiento, y yo me encontré en
un cuadro gris, con un viento gris dándome en la cara, con un cielo gris
amenazando con calarme hasta los huesos una vez más y unos edificios grises
gritando que aquél no era nuestro lugar.
Poco a poco, aquella horrenda procesión fue ganando
integrantes cuando empezaron a juntarnos a todos los refugiados, creciendo
además el número de personas que nos escoltaban. Por los atuendos de algunos de
aquellos agentes estoy seguro de muchos de ellos no lo eran, eran voluntarios,
personas que se habían presentado voluntarias para controlar que el “enemigo”
se marchara.
Creo que a día de hoy, uno de los recuerdos más terribles
que guardo es el de la gente que nos observaba como si de un pasacalles se
tratara, al mismo tiempo que nos proferían insultos de todo tipo. Aquél aciago
día fue un día de tristeza, de dolor y sobretodo de odio, y puedo prometerle al
lector, que ser odiado por el simple hecho de vivir es algo tan duro que por
momentos es capaz de dejarte sin respiración.
Caminamos por el empedrado irregular de aquellas calles
durante más de media hora, y lo hicimos rodeados de preguntas e incertidumbre.
-¿Dónde nos llevan?- preguntó una mujer que llevaba a un
niño de la mano.
-Tranquila, ya verá como solo es algo temporal, pronto nos
encontrarán un sitio donde vivir- dijo un anciano de pelo blanco a mi lado-,
¿qué otra cosa puede ser sino?
A pesar de la convicción que aquél señor pretendió dar a sus palabras casi nadie quedó
convencido con aquella explicación. La gente murmuraba, y la tristeza más honda
se intentaba combatir con una coraza de esperanza, una falsa lógica que a pesar
de equivocada era un asidero al que agarrarse con todas nuestras fuerzas.
La calle por la que caminamos comenzó a alejarse de la zona
urbana y ante nosotros apareció una imagen de pesadilla, una fábrica de piedra,
abandonada y derruida en algunas de sus alas.
Las lágrimas afloraron en muchos de mis compañeros de viaje,
e incluso alguna persona a la que ya soy incapaz de poner rostro cayó de
rodillas al suelo.
Un hombre robusto de
rostro severo habló en voz alta desde la puerta que daba acceso a la verja del
recinto, una verja que en su parte superior disponía de unos afilados salientes
de alambre en los que una persona podía literalmente dejarse la piel.
El hombre fue correcto en su recibimiento pero yo era
incapaz de prestarle atención, por un momento fui creyente, un hombre devoto
que se encontraba a las puertas del infierno.
Pensé en Martín y agarre con todas mis fuerzas aquél
pensamiento; Lo hice mientras me daba cuenta de lo ilusos que habíamos sido,
habíamos pensado que nos ayudarían, creímos ser comprendidos y acogidos, y solo
en aquél momento supimos lo que éramos, éramos prisioneros.
Concluirá..
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