EN LA NIEBLA (PRIMERA PARTE)
Vivir tantas veces tiene como todo aquello que es y existe,
su lado bueno y su lado malo, aunque de todos ellos se aprende.
Sucedió durante la madurez de una de mis primeras vidas, no
sabría decir el número exacto, pues a pesar de mi don empiezo a tener lagunas
que sospecho darán paso a un mar.
Lo primero que recuerdo es la sensación de desorientación,
de desasosiego, de incertidumbre; La tragedia de perder a alguien no era una
experiencia nueva para mí, pero era la primera vez que el dolor había llenado
el vaso de mi corazón hasta rebosarlo y derramarse a mi alrededor, se podría
decir que nuestros cuerpos y nuestras almas solo albergaban sufrimiento.
Hablo de “nosotros” porque a pesar de las decenas de miles
de personas que habían perdido la vida en nuestra antaño hermosa y prospera
ciudad, éramos otros tantos los que vagábamos como almas en pena en busca de
algún lugar donde poder empezar de nuevo;
Pero no era una búsqueda de esperanza, era un acto reflejo, una
acción llevada a cabo por pura inercia.
Nadie parecía recordar ya el comienzo de todo, el detonante
de un conflicto absurdo e irresponsable entre dos ciudades vecinas, el inicio
del fin; Nuestras mentes estaban ocupadas proyectándonos una y otra vez imágenes
de aquellos que habíamos perdido, que nos habían arrebatado sin motivo, pues no
existe motivo ni razón que se pueda cobrar una vida.
Seguíamos mirando al cielo de manera periódica, a veces para
pedir algún tipo de ayuda divina, pero la mayoría para asegurarnos de que
ninguna de aquellas malditas bombas caía de nuevo sobre nosotros; Las llamaban
“cascanueces”, pues el efecto que producían sobre aquello que alcanzaban era
similar al del mencionado utensilio sobre una nuez.
Bastaron unos pocos días y un nutrido grupo de aquellos
proyectiles para reducir a escombros nuestras calles y nuestros edificios, en
definitiva nuestros hogares.
Y sin hogar las personas nos convertimos en seres
desgraciados sin esperanzas, algo horrible que nos lleva a dejar de vivir en
vida. De esta forma, comenzamos a andar sobre aquellos escombros impregnados de
muerte y llanto, escombros que como si de losas se tratara, habían aplastado
nuestras ilusiones y sueños. Y fue en alguna de aquellas primeras horas de mi
huida personal cuando una mano se agarró a la mía, era una mano pequeña y del
color de la nieve, y aunque parezca de locos estaba fría y caliente a la vez.
No pensé, no tenía ganas de hacerlo, fue el cansancio el que
muchas horas después me llevó a reparar en el niño que estaba cogiéndose a mí y
al que yo había llevado camino a ningún lugar en concreto. Tenía el pelo marrón
cortado al estilo militar y unos ojos igualmente marrones que con las retinas
húmedas daban la sensación de haber sido barnizados. Su cuerpo era enclenque y
fino, sus piernas parecían estar a punto de quebrarse con cualquier traspié.
Vestía ropa de verano algo corta de tamaño para un niño de diez años, sin duda
no era ropa suya, aunque seguramente nadie la iba a echar en falta ya.
-Me llamo Martín- me dijo al ver que lo miraba, su voz
también parecía estar al borde de hacerse añicos
-Encantado- dije por decir-, yo me llamo..- un estallido
lejano hizo que todos reanudásemos de nuevo nuestro triste caminar.
En los días
siguientes cada vez que parábamos, mientras yo sacaba pequeños trozos de pan
duro del que luego dábamos buena cuenta, Martín me contaba todo lo que podía,
parecía estar ansioso por hablar, más que por hablar por ser escuchado. Y así
fue como supe que la abuela de Martín y su madre habían muerto a manos de los
soldados invasores; Les habían llamado por su nombre y habían tenido la
deferencia de dispararles en la cabeza en la misma calle. Aunque su madre le
había dicho que se escondiera, el niño pudo ver por la ventana de su cuarto
como metían sus cuerpos en una carreta, sobre una pila de ellos.
Para mí resultaba fascinante que un niño tuviera la
fortaleza suficiente para contarme aquellas trágicas experiencias sin dejar
salir una sola lágrima; Todo lo contrario.
Doce días después ya nos habíamos acostumbrado el uno al
otro y he de reconocer que me gustaba sentir el peso de su mano, esa forma
suave en la que el niño parecía tirar de mí.
A lo largo de nuestro camino nos habíamos juntado un
numeroso grupo de personas, más de doscientas diría yo, y aunque algunos
charlaban en voz baja la mayoría nos manteníamos en silencio, seguíamos en
shock y muchos de ellos se paraban a llorar a menudo;
-No lo entiendo, ¿por qué siguen llorando?- me preguntó
Martín mientras se comía su hogaza de pan.
-Claro que lo entiendes, igual que nosotros, esas personas
lo han perdido todo.
-Pero siguen vivas, eso es bueno, ¿no?
-Lo es, pero todos necesitamos desahogarnos, recordar a las
personas que hemos dejado atrás; Por otro lado, todos tenemos miedo.
-¿Miedo?- preguntó con curiosidad.
-Eso es, la gente tiene miedo, miedo a la incertidumbre, y
miedo a la muerte.
-¿A la muerte?- el niño parecía sorprendido.
-Por su puesto, nadie quiere morir ni ver morir a los que
quiere.
Martín siguió comiendo, algo más convencido con la respuesta
pero sin llegar a estarlo por completo.
-Pues yo no le tengo miedo- dijo resuelto-, mi madre me
decía siempre que solo morimos un día y que el resto de ellos vivimos, los días
que vivimos ganan por mucho, eso creo yo.
Aquellas palabras pronunciadas en ese entrañable tono
infantil calaron en lo más profundo de mi desolada alma; Tiempo después
comprendería que Martín había sido el motivo por el que había sido capaz de
seguir adelante.
Durante los siguientes cinco días la lluvia frenó de manera
intermitente nuestra marcha, calando hasta nuestros huesos y llenando de barro
nuestros pies. Muchas personas, entre ellos mi joven amigo comenzaron a
enfermar, y el silencio al que nos habíamos acostumbrado dio paso a las toses y
estornudos. En mi grupo no había heridos, tampoco es que las cascanueces
dejaran muchos, en cualquier caso cuando uno pierde su alma el dolor se hace
casi adictivo así que se podría decir que todos estábamos heridos, aunque no sangráramos,
seguramente porque ni sangre nos quedaba.
Entre los integrantes del grupo había un desánimo tan grande que algunos
simplemente dejaron de comer, e incluso en algunos extremos de respirar; Vimos
a varias personas derrumbarse y llegar
inertes al suelo, aunque traté de impedirlo no pude evitar que Martin
viviera muchas de estas y otras escenas que sin duda le marcarían para siempre.
La tos del niño iba en aumento y unos días después la comida
de mi bolsa, la poca que nos quedaba, desapareció. Desde hacía tiempo los
víveres habían comenzado a escasear y los robos eran algo habitual entre gente
incluso del mismo grupo.
Toqué la frente de Martín y la noté ardiendo, nervioso,
decidí separarme de los demás y acercar a mi amigo a orillas del río que
habíamos ido bordeando durante días. Allí me agaché hacia el agua y le mojé la
frente, nuca y muñecas, tal y como me habían enseñado.
-¿Me bañas?- me preguntó sonriendo.
-Claro, he estado hablando con los que llevan nuestro grupo,
dicen que vamos a una ciudad preciosa. Un sitio así no se puede visitar sin estar
presentable- le mentí intentando devolverle la sonrisa.
-Hablas como mi madre.
Antes de que pudiese seguir con la conversación escuché un
ruido de algo que se movía al otro lado de unos matorrales; Temiendo que fuera
alguien con malas intenciones, le hice una seña a Martín para que no se moviese
del sitio y saqué mi pequeña navaja del bolsillo. Caminé con paso firme hacia
el lugar del que provenía el ruido, no iba a esperar a que nadie se abalanzara
sobre mí.
Grande fue mi sorpresa al ver que el ruido lo había causado
una anciana que sentada a la orilla de la zona donde el río formaba una honda
balsa, se mojaba las piernas mientras miraba hacia la nada; La mujer, vestida
con un pañuelo que le tapaba su blanca cabellera, se apoyaba en una piedra de
considerable tamaño con su mano izquierda, lo hacía de tal manera que parecía
estar guardando un verdadero tesoro; Mi primera reacción fue pensar que aquella
señora no se encontraba en plena posesión de sus facultades, pero en aquellos
días aquello era bastante normal.
-Debe ser duro- dijo en voz alta con una voz mucho más joven
de lo que su cuerpo aparentaba.
-Lo es para todos.
-Sí, pero para usted lo será más.
Aquella frase hizo que un escalofrío me atravesara el cuerpo
entero.
-No le entiendo- dije intentando aparentar sosiego.
-Soy una mujer mayor señor, pero por anciana una no se
vuelve tonta sino todo lo contrario. Sé que usted no es como los demás, no es
como nosotros, usted seguirá aquí incluso cuando esta piedra ya no esté; las
piedras también se mueven ¿sabe?
-Me he salvado de morir hasta el momento, pero el precio que
he pagado es tan alto como el de todos los que estamos aquí- comenté ofendido.
-Oh, vamos, no me refiero al tipo de persona que es usted,
no soy yo quien debe juzgar eso. Usted tiene un papel como todos lo tenemos,
pero el suyo es bastante más complejo; Jamás será el protagonista y en cambio
usted lo vivirá todo, el mundo necesita a personas como usted, alguien que
pueda contar lo que aquí ha pasado.
-Hasta donde yo sé la inmortalidad no es una opción- intente
disimular mi inquietud.
-Le he visto, he visto al niño- siguió como si no me hubiese
escuchado-, he visto cómo le cuida, cómo le mira, quédese con eso; Lo digo
porque cambiará, lo hará como todo cambia, y si no me cree míreme a mí, ¿qué ve
usted cuando me mira?, ¿qué es lo primero que ha pensado al verme?
La pregunta me cogió por sorpresa, prácticamente como toda
la conversación con aquella extraña mujer.
-Yo le diré lo que ha pensado- prosiguió-, ha pensado en que
se había topado con una anciana que ya no estaba bien de la cabeza.
-Eso no es exactamente así- mentí.
-Vamos, vamos, mentir es algo que no va con usted; No se
preocupe, cualquier persona en su lugar hubiera pensado exactamente lo mismo. Sin
embargo, siendo usted quien es, debe aprender a observar mucho mejor, de lo
contrario se perderá aquello que realmente importa, aquello que somos. Fíjese
en mí por ejemplo, soy una anciana loca, no hay duda de tal cosa, pero también
soy una mujer bella, soy una madre y soy una niña, y aunque ahora mismo no
parezca ninguna de ellas sigo siendo todas.
La mujer dejó de hablar y el sonido de un suave viento tomó
la palabra.
-Ahora mismo- volvió -, estoy haciendo lo que desde niña me
ha gustado hacer, sentir el agua mojando mis piernas, ¿Ve? eso es algo que
nunca ha cambiado.
-Entiendo- dije con tono serio.
La mujer asintió con una especie de gruñido, parecía
satisfecha con mi respuesta.
-Ahora vuelva con su amigo, le necesita. En cuanto a
nosotros, nos volveremos a ver. Yo quiero volver a verle.
-Será un placer hablar de nuevo con usted.
No hubo despedida alguna, la anciana se sumió en el mismo
silencio en el que yo me la había encontrado.
Volví al lugar en el que había dejado a mi amigo Martín y
con alivio pude comprobar que se encontraba mejor, el agua había surgido efecto
en él hasta tal punto que se encontraba sentado jugando con unas ramitas sobre
la húmeda tierra; Intercambiamos unas cuantas frases alegres y un buen rato
después convencí al muchacho para que se pusiera las zapatillas y
reemprendiéramos la marcha. En ese mismo instante escuché algo que no olvidaré
jamás, el sonido de un objeto de grandes dimensiones cayendo al agua a tan solo
unos metros de donde nos encontrábamos; Mi primera reacción fue dirigirme hacia
el lugar donde me había encontrado con la anciana y fue una reacción acertada,
aunque tardía también.
Para horror mío me encontré
con la escena más terrible imaginable; En mitad del río podían verse
burbujas y el movimiento de algo bajo el agua que formaba ondas en su
superficie. En medio de esas ondas una gruesa cuerda emergía y finalizaba en
uno de sus extremos con un nudo alrededor de la piedra sobre la que la mujer se
había apoyado, sin embargo de ella no había rastro alguno.
Acabé de comprender lo que sucedía cuando observé que la
piedra comenzaba a ser arrastrada a través del fango de la orilla. No recuerdo
bien lo que gritaba, solo recuerdo que me lancé sobre aquella maldita roca
totalmente desesperado. Gritaba y gritaba mientras las yemas de mis dedos
comenzaban a sangrar y la impotencia se iba apoderando de mí.
Entonces aparecieron dos hombres con aspecto desaliñado,
hombres que llevaban al igual que la anciana un pañuelo en la cabeza; Los
reconocí al instante, dentro de nuestra extraña compañía de exiliados aquellas
personas toscas y antipáticas formaban su propio grupo y jamás parecían querer
contribuir en nada con los demás; No eran pocos los que, al igual que yo,
pensaban que aquellos sujetos eran los artífices de los distintos robos que se habían
sucedido durante los últimos días. En cualquier caso, un pequeño atisbo de esperanza asomó en mí al
pensar que iba a tener ayuda en mi hasta
ahora infructuoso rescate.
-¡Ayúdenme, la mujer se ha lanzado al agua!, ¡se va a
ahogar!- gritaba con desesperación.
Para mi sorpresa uno de los hombres me sujetó los brazos
mientras el otro de un tirón separaba mis manos de la roca; Esta, ante mi
impotente mirada resbaló por la orilla y desapareció en el agua.
-¡Ayúdenla por favor!- dije sollozando mientras las lágrimas
me impedían ver.
-Está bien amigo, así está bien.
-¡No me diga que está bien!, ¡va a morir!
-Es su decisión amigo, hay que respetarla- dijo el que me
había soltado las manos con toda la tranquilidad del mundo.
Cuando la presión del que me sujetaba los brazos disminuyó
me zafé de él y me incorporé.
-¡No me toque cerdo!, ¡no me llamen amigo, no soy su amigo!,
¡ustedes no son personas son una maldita escoria que acaba de dejar morir una
mujer ante sus ojos!- chillé totalmente fuera de mí.
El hombre del que me había soltado parecía dispuesto a venir
hacia mí, pero su compañero, el hombre con una cicatriz de cuchillo en la
mejilla izquierda le retuvo con su brazo.
-Déjalo, está nervioso,
no sabe lo que dice.
Mi instinto me hizo no contestar, ahora solo pensaba en que
Martín podía ser la siguiente víctima de aquellos desalmados, tenía que
recogerlo y alejarme tanto como me fuese posible de ellos.
Martín estaba de pie con el miedo dibujado en su cara, pero
le bastó una mirada mía para saber que no debía preguntar nada al respecto. Me
siguió sin dudarlo y mantuvo mi paso ligero hasta que la oscuridad de la noche
nos cubrió. Aquella noche, al lado del árbol sobre cuyo tronco dormimos, lloré.
Lloré por la anciana, pero no solo por ella, lloré por los que habíamos
perdido, lloré por mí; Lloré y por primera vez fui consciente de que muchos de
los que andaban con nosotros, aunque no lo supieran, también habían muerto en
nuestra ciudad. Aunque parezca increíble puedes andar y respirar y sin embargo
estar muerto.
Los días pasaron largos y lentos y el hambre se hizo
protagonista casi por completo, y aunque mi corazón albergaba rabia y tristeza
a partes iguales, no podía dejar de preocuparme por el estado de Martín; Su
fiebre aparecía y desaparecía como un camino en la maleza, y su tos ya era una
compañera más en cada uno de nuestros trayectos.
El rumor de que nos encontrábamos cerca de una gran ciudad
se hizo más creíble cuando ante nosotros empezaron a aparecer solitarias casas
de campo y numerosos campos de cultivo; Estos últimos supusieron una autentica
bendición y no me avergüenza decir que en ellos el robo se hizo una parte más
de mi vida; Más adelante aquello nos traería más de alguna disputa con las
gentes del lugar, pero el hambre es algo que no entiende de amigos ni de ética
alguna.
Recuerdo como si fuera hoy la última noche que pasamos a la
intemperie, justo antes de llegar a la ciudad. Martín y yo habíamos encontrado
un buen lugar en lo que parecía un antiguo refugio de pastores, habíamos
logrado hacer una de nuestras primeras hogueras y nos disponíamos a comer parte
de las frutas que los días de antes mis manos habían cogido de lugares ajenos.
Empecé a alarmarme en el momento en el que Martín rechazó la
comida con la mano.
-Debes comer, no querrán chicos débiles en la nueva ciudad-
le reprendí.
-No tengo hambre, esta noche solo quiero descansar.
A regañadientes
extendí una vieja y roída manta que habíamos encontrado sobre el suelo.
El niño se tumbó en ella y yo aproveché para mojar un trapo en el cuenco de
agua y pasarlo por su frente; Por el color de sus mejillas estaba claro que la
fiebre volvía a acompañarnos una noche más.
-Cuéntame la historia de los árboles.
-¿otra vez?
-Sí por favor- insistió.
Así que de nuevo, como ya había hecho muchas veces antes,
comencé a relatarle la historia de los árboles.
La historia hablaba de una raza de seres muy avanzada y totalmente
diferente a la nuestra. El problema de aquellos seres era que desde su punto de
vista vivían tan poco que apenas les daba tiempo para descifrar el significado
de la vida y disfrutarla como esta merecía. Tanta era la obsesión de aquella
raza con la muerte que ante ellos se apareció una deidad o ser superior, en
definitiva un hacedor. Esta especie de dios les dio una solución, o al menos
una solución a medias. Aquellos seres, los que así lo quisieran, podrían vivir
cientos e incluso miles de años, ser mucho más avanzados y obtener una
increíble inteligencia colectiva, estarían conectados entre sí y a la vez con
todo; El problema era que aquellos que aceptaran tal cosa no podrían volver a
moverse jamás. Tras mucho pensarlo, la mayoría, ante el miedo a morir, acabó
aceptando y así es como según la leyenda se crearon los primeros árboles.
Aunque Martín se sabía de memoria la historia le encantaba
escucharla contada por mí, y debo reconocer que se me da bastante bien adornar
todo tipo de relatos.
Acabé de contarle aquél cuento a mi amigo y sacié mi apetito
con presteza.
-Qué descanses amigo mío- le susurré al oído mientras le
arropaba con la manta.
En ese mismo instante me di cuenta de que Martín tenía los
ojos en blanco y los dedos rígidos como ramas de roble, todo su cuerpo parecía
estar en tensión; Nervioso volví a mojarle la frente y al tocársela con la mano
noté que estaba ardiendo.
Sin dudarlo lo cogí en mis brazos y lo saqué del refugio,
esperando que el frío de la noche le bajase la fiebre. Los pequeños grupos de personas que se
distribuían aquí y allá me miraban con desconfianza mientras yo pronunciaba el
nombre de mi joven amigo una y otra vez.
Martín no respondía, es más, apenas se le oía respirar;
Antes de darme cuenta estaba pidiendo ayuda en voz alta, y no es que los demás
no me hicieran caso es que realmente no sabían cómo ayudarme.
En mi desesperación tropecé y me quedé de rodillas, con el
niño todavía en mis brazos; Y entonces, cuando ya creía que nadie podría
ayudarme escuche el sonido de una carreta que se acercaba hacia donde yo
estaba; Levanté la mirada y vi ante mí al hombre de la cicatriz en la cara, el
hombre al que odiaba con todas mis fuerzas.
-Deme la mano, tienen que subir a la carreta- aquello me
bloqueó por completo-, puede ser su única oportunidad.
Reaccioné tan rápido como pude y me subí en la parte trasera
de la carreta mientras mi extraño nuevo socio arreaba a su caballo para que se
pusiera en marcha.
-Hay un par de casas habitadas no muy lejos de aquí, allí
nos podrán ayudar- me dijo el hombre.
No me importaron los baches, los saltos y la incomodidad de
la madera en mi trasero, solo podía ver cómo mi amigo seguía muriendo sobre mis
piernas; Estaba tan absorto en mis
pensamientos que no reparé en que habíamos parado hasta que vi al conductor de
la carreta aporreando la puerta de una de las dos casas que tenía enfrente.
-¡Abran!, ¡necesitamos ayuda!
Al principió, durante unos interminables minutos nadie
contestó, pero la insistencia del hombre de la cicatriz tuvo resultados cuando
vimos luz a través de una ventana.
La puerta se abrió y apareció un hombre robusto y mayor
vestido solo con unos pantalones y apuntándonos con un arma.
-¡Váyanse a molestar a otra parte!- dijo el anciano
visiblemente enfadado.
-Somos..
-Sé quiénes sois- le interrumpió-, sois esos cobardes que
han huido de su ciudad y ahora quieren quitarnos la nuestra.
Ante aquél comentario mi acompañante hizo de tripas corazón
para no darle un golpe al grosero anciano.
-Por favor, llevamos a un niño, está muy enfermo.
-Eso, encima nos traen enfermedades. ¡Tienen cinco segundos
para salir de mi propiedad!- nos amenazó.
Ante aquella hostilidad y cuando ya estábamos a punto de
retirarnos la puerta de la otra casa se abrió y por ella asomó un hombre de
mediana edad y sin un solo pelo en su
cabeza.
-¿Se puede saber qué es este alboroto Albert?- preguntó a su
vecino.
-Vete a dormir Fredson, esto no es cosa tuya- respondió el
gruñón.
En ese momento creí ver la oportunidad de sacar algo de
aquella situación, algo que no fuera un tiro en la cabeza.
-Disculpe señor, llevo un niño que necesita ayuda urgente,
no queremos nada más solo que le ayuden.
-¿Un niño dice?- dijo el hombre poniéndose sus gafas y
anudándose el batín.
-¡Ni se te ocurra acercarte a ellos Fredson!- dijo el
anciano sin dejar de apuntarnos.
-¡Oh, cállate!- replicó sin hacerle caso mientras se
acercaba hasta donde yo me encontraba.
Al llegar a la altura del chico le tocó la frente y después
puso su oído en su pecho mientras los demás guardábamos silencio.
-A este jovencito hay que tratarlo ya, espero que no sea
tarde -dijo dirigiéndose a su casa de nuevo.
-¡Vas a hacernos enfermar a todos Fredson!
Poco después aquél extraño hombre salió vestido y con un
maletín en la mano derecha, en la izquierda llevaba una pequeña botella de
agua. Se subió a la carreta y sacó lo que parecía ser un jarabe del maletín,
vertió parte de este en el tapón y me lo dio.
-Tiene que hacer que se lo beba.
Tras varios intentos fallidos conseguí que aquél líquido
llegara a la boca de Martín.
-Conductor coja el camino de la derecha, atenderemos a este
chico en la ciudad, como es debido, ¡y dese prisa!
-No me parece bien lo que estás haciendo- volvió a replicar
el anciano sin dejar de apuntarnos en ningún momento.
-Albert, por mucha escopeta que lleves si este chico se
muere me da que no vas a tener munición suficiente para defenderte.
Aquellas palabras surgieron un efecto inmediato, logrando
que a regañadientes el tal Albert bajara su arma.
La carreta se puso en movimiento y además para mí alivio
pude comprobar que los dedos del niño perdían aquella rigidez alarmante.
-Disculpe a mi vecino, no le cae bien nadie.
-Entiendo que es usted médico- dije casi preguntando.
-¡Vaya! Disculpe mi poca educación, ha sido todo tan
repentino.. Soy el doctor Guy Fredson, encantado de conocerle- dijo extendiendo su mano hacia
mí.
-Lo mismo digo- le estreché la mano-, ¿curará a mi amigo?
-Eso depende.
-¿De qué?- pregunté.
-De lo deprisa que su amigo sea capaz de llegar a la ciudad-
dijo señalando al hombre al que más odiaba en el mundo y que en aquél momento
era el único capaz de salvar la vida de mi amigo.
(continuará.)
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