domingo, 27 de marzo de 2016

EN LA NIEBLA (FINAL)


                                                   EN LA NIEBLA       (FINAL)

 

Sucedieron tantas cosas aquél día de triste recuerdo que no sabría por dónde empezar, la incertidumbre, la incredulidad, el rechazo, los insultos e incluso la rendición por nuestra parte, no hablo de una rendición ante nuestros carceleros si no ante nosotros mismos; Pero por encima de todo hubo unas palabras, unas palabras que tras ser pronunciadas produjeron un dolor mayor que todo lo demás.

-Estarán separados, hombres, mujeres y niños,  cada grupo ocupara un ala distinta del centro- explicó el director de nuestra nueva morada en voz alta.

Las reacciones de histerismo no se hicieron esperar, lloros, gritos, y golpes, los golpes de los palos con los que los voluntarios lograban separarnos; Intenté ayudar a una mujer pelirroja que se había caído de bruces al suelo, pero mientras la levantaba uno de los guardias me golpeó en la mano derecha, el resultado de tal golpe fue la rotura de tres de mis dedos. Sentí dolor, pero no tenía fuerzas ni siquiera para expresarlo, al menos sabía que Martín estaría bien cuidado por Fredson, mucho mejor que en aquél horrible lugar que se caía a trozos. Y ahora solo tenía ganas de acurrucarme en cualquier esquina, de dejarme caer y  compadecerme de mí mismo.

Tal vez no he sido del todo sincero con el lector, he de explicarle que todo lo que me mueve, incluso después de tantas vidas, es puro egoísmo, nada más que eso. Aquellos a los que ayudo es simplemente porque a mí me hace sentir bien hacer tal cosa, además cuando alguien me ha señalado como una “buena” persona, ese reconocimiento me ha gustado, siempre he disfrutado en parte sintiéndome superior en bondad a los demás. No sé si esto les sonará demasiado enrevesado, pero desde luego el único mérito que me reconozco a mí mismo después de todo este tiempo es el de reconocer lo que soy, algo que jamás he sabido cambiar. Así que no esperen a un hombre “bueno” protagonizando estos escritos, el que les escribe es alguien que se sirve a sí mismo de esas bondades. El verdadero hombre bueno, como hombre me refiero a la especie y no al género, es aquél que ayuda a otra persona simplemente por el bien de esta, es aquella persona que la historia esconde y que borran los que la cuentan.

Nos encontramos con unas enormes instalaciones de piedra cuyo interior tenía una apariencia tan desapacible como su parte externa. Imagino que la planta dónde llevaron a las mujeres o niños debían ser idénticas a la nuestra. Entre telarañas y montones de polvo del mismo color que la ceniza sobresalían más de un centenar de literas triples. Dichas literas estaban hechas de una madera que sin duda había visto mejores tiempos, ahora sus astillas parecían advertir a los nuevos inquilinos que no eran bienvenidos, y en los posteriores días muchos de aquellos maltrechos listones cedieron bajo el peso de algunos de nosotros, llevándose por delante algunos huesos y que yo recuerde al menos una vida. Dormíamos, al menos lo hacían algunos, directamente sobre las mantas que tuvieron a bien darnos nuestros guardias, unas mantas que picaban tan solo con verlas y cuyo olor a orín y otro tipo de sustancias indescifrables nos acompañaron durante toda nuestra estancia; No veo necesario hablar de los temas del aseo y necesidades fisiológicas, creo que a estas alturas el lector ya se habrá hecho cargo de cuál era nuestra situación.

Deduje que aquello formaba parte de alguna antigua fábrica que en su momento había llegado a producir algún tipo de producto en enormes cantidades, hasta el punto de requerir turnos en los que sus operarios debían pernoctar en aquellas instalaciones. A través de las rejas que custodiaban las ventanas de las distintas estancias se podía observar el resto de otros edificios a medio derruir, sin duda los espacios donde la producción se había llevado a cabo. Entre edificios había un enorme patio al descubierto cuya superficie parecía cubierta por completo de heces de paloma.

-Eran otros tiempos, entonces la gente como ustedes eran recibidas con los brazos abiertos.

Mientras yo miraba por una de aquellas ventanas me llegaron las palabras de un anciano al que ni siquiera tuve la educación de mirar.

-Cuando les hacíamos falta, ahora les sobramos.

-Es el egoísmo, uno de los mayores males del ser humano- comentó en tono suave, como si aquél hombre intentara de alguna forma empatizar con mi dolor. Pero yo no tenía ganas de sentirme mejor, en aquél preciso instante y por muy estúpido que esto pueda sonar, ansiaba sentirme mal, necesitaba el sufrimiento y este a su vez me recibía con los brazos abiertos.

-Se equivoca- respondí-, egoísmo es coger más ración de la que a uno le pertenece, egoísmo es hacer algo que solo le viene bien a uno mismo, esto es cobardía, esto demuestra lo miserables que somos capaces de llegar a ser.

-Yo por el contrario pienso que el egoísmo, la posesión, es junto con el miedo lo que hace que las personas cometan estas y otras atrocidades. Nos creemos dueños de aquello que pisamos tan solo por nacer en uno u otro sitio, nos crían en el miedo, el miedo a perder lo que ni tan siquiera nos pertenece. Aquellos que nos envuelven en el miedo con un propósito son a los que hay que temer, eso no quiere decir que no entienda su rabia.

-No siento rabia ni odio por los que no van a cambiar jamás, siento vergüenza  de los que desviamos la mirada. De los que se convencen a sí mismos de que el dolor ajeno es algo inevitable según les afecta a ellos.

-Debe usted crecerse ante los males, la vida es un aprendizaje continuo y está construida de tal manera que uno puede encontrar algo valioso incluso en lugares como este.

-Sé lo suficiente- contesté casi con un desprecio total por mi interlocutor- como para decirle que ni decenas de vidas serían suficientes para ver cambiar al hombre. En lo único que le puedo dar la razón es en lo del aprendizaje, cada vez que soy positivo, cada vez que intento creer, es entonces cuando me doy cuenta que nuestra especie está condenada sin remedio, y lo más triste, lo que más impotencia me causa, es saber que esa condena nos la hemos otorgado nosotros mismos.

Y así, sin decir nada más, me recliné sobre la litera que me habían asignado, de la que en cinco días tan solo bajé para orinar y beber.

Durante aquellos días me quise y me odié a partes iguales, como ya sabrán ustedes yo soy capaz de vivir una y otra vez, les podría enseñar unas cuantas cosas de mi amiga la muerte y de lo ridículas que son las preocupaciones del ser humano por ella, pero les juro que el purgatorio existe, y no está lejos, muy al contrario se halla en nuestro interior y lo que en él encontramos si llega el momento salé de nosotros mismos. No existe en el universo peor castigo que el que cada uno se puede poner, al fin y al cabo somos nosotros los únicos y verdaderos conocedores de aquello que nos atormenta.

Cuando pude dejar de compadecerme a mí mismo, cuando el castigo que parecía haberme impuesto dejó de tener sentido, este estado dio paso al de la duda y la preocupación. Cuando expliqué que no soy bueno debía haber añadido que la valentía tampoco se encuentra entre mis cualidades, sería incapaz de suicidarme llegado el momento ni en el peor de los escenarios posibles, y por ello acabé comiendo parte de las raciones de alimento que algunos voluntarios nos proporcionaban.

Poco a poco empecé a ser casi sociable de nuevo, al menos a no morder a aquellos que se me acercaban. De aquella forma comencé a conocer a algunos de los voluntarios que nos repartían la comida, la mayoría personas bastante cabales cuyo mantra estuvo a punto de hacer perder la paciencia más de una vez.

-Lo que les está pasando es terrible, pero deben ustedes comprender que nosotros no tenemos la culpa- decían una y otra vez.  Cuando empezaron a creerse aquellas palabras comenzaron a atreverse a señalar que entre nuestro grupo había delincuentes, que no había recursos para todos e incluso que podíamos ser portadores de alguna enfermedad para la que ellos no tuviesen cura. Todo esto a pesar de haber sido vecinos prácticamente.  Escuchándoles  uno podría habernos tomado como una verdadera catástrofe, a nuestro lado la parca parecía una simple niñera de mofletes sonrosados.

Como dije anteriormente, entré en una etapa de dudas y debates internos. ¿cómo podían sentir lo nuestro y al mismo tiempo llamarnos plaga?, ¿durante cuánto tiempo serían capaces de engañarse y seguir adelante con aquella locura? Y la pregunta que más me inquietaba, ¿acaso hubiéramos hecho nosotros lo mismo en su situación?

Entre mis preocupaciones, la primera era Martín, si en todos aquellos días no había despertado era probable que no lo hiciera jamás. La segunda pasó  a ser la situación con los niños. Durante el día se les dejaba estar con sus madres , pero al irse el sol los voluntarios se los llevaban a otra estancia, y por muchos días que pasaran los desgarradores gritos y lamentos de infantes y adultos le consumían a uno el alma. Era como escuchar a un moribundo al que le había alcanzado una de las cascanueces, pero el herido dejaba de sufrir al morir, allí las familias lo hacían cada día.

En todo caso seguí con la firme intención de resurgir de mis cenizas, al menos de ser útil de nuevo. Así trabé algo parecido a la amistad con aquél anciano que había intentado animarme días atrás, al menos pude presentarme y demostrarle que aún quedaba algo de educación en mí. Supe entonces que Pedro, así se llamaba el hombre, había sido un incordio para los diferentes políticos de Handem, y que en su último intento de levantar a un buen grupo de sus habitantes contra la gestión de los dirigentes había fracasado estrepitosamente. La fábrica había sido el lugar adecuado para quitarse de en medio al incordio que Pedro representaba. Era un hombre ya anciano con muy poco pelo, una pequeñísima barba blanca y aunque de cuerpo fino, poseía una llamativa barriga, vestigio, como toda aquella ciudad, de una época mejor.

Pedro me contó muchas cosas, sobre sus viajes, su profesión de herrero, la que había sido su familia, puedo decir que aquél anciano me hizo vivir un mundo diferente de aquél en el que no podía ir más allá de los fríos muros de piedra.

Pasaron más cosas, muchas más, comencé a poner cara a mis compañeros de viaje y a descubrir que todos podían aportarme algo de una u otra forma. Pude ver al hombre de la cicatriz y a los suyos, apartados de los demás como siempre. A veces los envidiaba, envidiaba sus sonrisas constantes, como si estuvieran agradecidos por el simple hecho de vivir; Creo que nunca logré quitarme del todo la forma en la que me sacaban de quicio sus costumbres tan diferentes a todos los demás. Ahora, cuando lo pienso, caigo en la cuenta de que esto no es si no otra semilla de un futuro odio, las semillas del miedo, la ira y la incomprensión son las únicas que jamás deben plantarse y que sin embargo aparecen por doquier.

Entonces, cuando ya nos habíamos empezado a acostumbrar a vivir entre aquellos fríos muros algo empezó a cambiar. No fue algo espontaneo, no paso de un día para otro, pero fue algo que de manera progresiva lo cambió todo. Como si alguien hubiera decidido que ya habíamos aprendido del sufrimiento todo lo que se podía aprender la situación empezó a revertirse, furo detalles pero esa especie de detalles que brillan en mitad de la mayor de las oscuridades.

Los voluntarios, en su mayoría, comenzaron a vernos casi como iguales, no recobraron la cordura de repente pero sí se podría decir que la venda de sus ojos comenzaba a llenarse de agujeros por los que empezaba a entrar la luz, la luz de la verdad.

Un día escuchamos voces fuera, muchas voces, centenares de ellas, cantaban y gritaban al unísono. Los vimos a través de nuestras ventanas con rejas, eran personas de todas las edades, gesticulaban y coreaban consignas, al principio no comprendimos, habíamos olvidado lo que era el amor, y ese, se lo puedo asegurar querido lector, es el mayor pecado que cometemos una y otra vez. El amor se puede expresar de muchas maneras, pero el amor por elección, el amor por alguien que no conoces es una de las cosas más increíbles que he experimentado a lo largo de todas mis vidas.

Tal vez este suceso tuviera relación o no, pero al día siguiente los niños pudieron dormir con sus madres, y dos días después pudieron elegir si lo hacían con sus padres. De repente, alguien había comenzado a darse cuenta de que éramos seres humanos.

En cuanto a nosotros, los refugiados, comenzamos a hacer casi de nuestro encierro un motivo para labrar una amistad, basada en la necesidad  por supuesto, pero hicimos algo similar a una familia, algo lejanamente parecido a lo que la guerra nos había arrebatado. Una cosa reforzaba a otra, nuestras renovadas ganas de vivir alimentaban nuestras esperanzas, y nuestras esperanzas nos mantenían con vida, encontramos nuevos motivos por los que vivir y crecimos encontrando nuevos motivos, motivos que en realidad siempre habían estado ahí.

Aquél repunte de refuerzos positivos y emociones tuvo su momento álgido para mí la segunda noche en la que los niños pudieron dormir con sus padres. Poco antes de que el sol se escondiera por completo, Pedro tocó mi hombro y me señaló la puerta.

Mi corazón dio un vuelco al ver a Fredson ante mí, y pasé de la alegría a la preocupación en cuestión de segundos. No me atreví a dar un solo paso hacia el buen doctor, no sabía si quería oír lo que tenía que decirme. El hombre parecía inquieto y no paraba de rascarse la nuca.

-No he podido venir antes, no nos dejaban hacer visitas, lo lamento.

-¿Y Martín?- tan solo pude balbucear la pregunta. Creo que en aquél momento todos mis compañeros nos observaban en silencio, todo el mundo aguantaba la respiración.

-Precisamente por eso vengo- contestó.

En aquél instante, mientras yo me esforzaba por aguantarme sobre mis propias piernas, una mujer rubia con el pelo recogido apareció tras él. Y de la mano de la mujer apareció un niño, mi niño, mi amigo, Martín.

El niño, sin pensárselo dos veces soltó la mano de la mujer y corrió hacia mí, dándome uno de los mejores abrazos que jamás me hayan dado. Mis compañeros de penas estallaron en vítores y aplausos que yo apenas alcancé a escuchar de fondo, y pueden creerme o no pero juro que el lugar en el que mi amigo y yo nos abrazamos se llenó de luz, una luz blanca y brillante. La existencia, nuestra vida, está llena de señales y uno puede decidir verlas o no. Recuerdo notar su mejilla contra la mía, hacer mías sus lágrimas y convertir nuestros latidos en uno solo.

Una vez recuperado de aquél momento y ya más tranquilo, escuché las sabias palabras del doctor y dejé que me presentara a la que era su esposa. Por lo visto Martín había despertado al poco de mi marcha, y la pareja le había ayudado a recuperarse, habían intentado informarme pero el contacto con los refugiados había sido algo más que complicado hasta entonces.

-La situación está cambiando- me explicó el doctor-, las quejas de la gente se han convertido en un verdadero quebradero de cabeza para nuestros gobernantes, y las elecciones están a la vuelta de la esquinas. No sé si me entiende amigo, pero ustedes van a pasar de ser un problema a ser el trofeo por el que todos querrán pelearse. Sé como suena, y más hablando de personas, pero es el mejor de los escenarios que les podía tocar.

Hablamos de muchas cosas  y no todas buenas, supe que al hombre acusado de asesinato lo habían ejecutado, “justicia rápida” lo llamaron. Por otro lado se había aceptado en el último pleno la asistencia médica para los refugiados propuesta por el mismo Fredson.

Su esposa resulto ser una mujer bastante simple, pero que una vez cogía confianza decía las cosas de la manera más sincera que podía. Así salió el tema de cómo el destino había decidido dejarles sin la capacidad de traer un hijo al mundo, esta fue la única vez que recuerdo haber visto a Fredson ponerse colorado de vergüenza. Por mi parte, estaba tan feliz por la recuperación de Martín, que apenas tuve en cuenta cuando la mujer me explicaba lo en contra que estaba con nuestra situación pero que fuéramos comprensivos con los ciudadanos de Handem, al fin y al cabo ellos no tenían la culpa de nada.

Por último, bajo la atenta mirada de los voluntarios, tuve unos minutos a solas con Martín.

Hablamos de todo, pero desde el punto de vista maravilloso en el que ellos lo ven todo, ojalá jamás perdiéramos del todo esa capacidad. Martín acabó convenciéndose de que nos tenían allí porque nos estaban construyendo unas casas nuevas con camas de verdad. Lo que de ninguna forma le convenció fueron mis explicaciones sobre porqué no podía marcharme de allí con él. Con todo logré que cediera y acabó cambiando de tema, empezó a contarme los planes que tenía para cuando reanudáramos nuestro viaje.

-Los niños de aquí me caen bien, pero nos son como nosotros.

-¿Y cómo son?- le pregunté.

-Son muy niños.

Aunque sonreí ante su respuesta, reconozco que se me hizo un nudo en la garganta. Y ante la oferta de que el niño durmiera conmigo esa noche lo tuve claro desde el principio, de ninguna manera. Si podía evitar que mi amigo durmiera entre pulgas y olor a meados, no pensaba perder tal oportunidad. Cuando les pedí que siguieran cuidando de mi amigo, el feliz matrimonio aceptó de inmediato. Esa noche me despedí de Martín sabiendo que podía tener un nuevo futuro, aunque en aquél momento no quise reparar en lo que ello implicaba.

Por primera vez, ni el hedor de nuestra provisional prisión ni el quejido de la vieja madera bajo mi peso evitó que pudiese reconciliarme con el sueño. Dicho sea de paso, tampoco yo puede evitar volver a soñar con la anciana, seguía intentando decirme algo, y esta vez de una manera tan insistente que pude escuchar cómo me gritaba, algo que acabó por despertarme.

Por la luz que entraba desde el exterior calculé que no había llegado aún a amanecer del todo. Lo que acabó por abrirme los ojos fue el olor a madera quemada, al hacerlo observé con espanto que se había declarado un incendio en la zona este de nuestro pabellón. Sin pararme a pensar en el porqué de aquél fuego me dirigí a los gritos de auxilio. Mientras los voluntarios y algunos de mis compañeros parecían estar totalmente bloqueados, Pedro me tocó el hombro y me instó a seguirle.

-Los gritos que se oyen son de un hombre que se ha quedado detrás del fuego, estos inútiles están lanzando el agua donde nos lavamos pero yo tengo una idea mejor. El problema es que soy un viejo y para llevarla a cabo necesito algo de ayuda.

-Cuenta conmigo- le dije intentando demostrar convencimiento en mis palabras.

-Muy bien muchacho, coge un par de mantas de los catres y reúnete conmigo en la zona de los barriles.

Apenas tarde veinte segundos en hacerme con dos de aquellas asquerosas mantas y cuando llegué a la zona de los barriles de agua pude observar como Pedro intentaba alejar por todos los medios a un par de hombres de allí. Por lo visto habían ido lanzando el contenido de todos los barriles hasta que solo había quedado aquél.

No me hizo falta pensar mucho para saber que pretendía hacer en anciano con aquellas mantas, y ante la atónita expresión de los demás, zanjé la discusión metiendo ambas dentro del agua.

-Ahora, si se os han acabado las ganas de gritar, estaría bien que gastarais toda esa energía en ayudar a mi amigo.

Agradecí el gesto, sobre todo al comprobar que mi cargamento se había vuelto bastante más pesado. Los hombres parecieron comprender el objetivo de todo aquello y con las mantas desplegadas nos dirigimos hasta  la zona donde las llamas ya alcanzaban el techo. La peor de las señales fue que ya no se escuchaban los gritos del hombre atrapado.

Por otro lado, los voluntarios habían tenido a bien por fin abrir las puertas que daban acceso al patio, algo totalmente necesario a la vista de la rapidez con la que el humo se estaba apoderando del pabellón; Casi sin ver nada llegamos a la zona del fuego y lanzamos las empapadas telas sobre la zona en la que estimamos que las llamas actuaban con un poco menos de fuerza. Nos encontramos entonces con dos problemas, las mantas se secaban con rapidez y podíamos ver el bulto en el suelo del hombre que seguramente había perdido el conocimiento. Parecía un hombre robusto y pesado, y por las caras de mis compañeros de rescate, ninguno estaba dispuesto a acompañarme en aquella excursión al infierno.

Sin pensármelo dos veces, una forma de actuar my mía y que me ha creado más de un quebradero de cabeza, corrí hasta el cuerpo del hombre  y con desesperación intenté arrastrarle tomándole por los brazos, pero mi avance era muy lento, demasiado peso para mis pocos desarrolladas extremidades. Al mismo tiempo el fuego volvía a apoderarse poco a poco de la zona de las mantas, o encontraba una solución o pronto yo pasaría a ser una víctima más. A todo esto había que sumarle que apenas podía respirar y que la zona del pecho empezaba a darme unos dolorosos e insistentes pinchazos.

Entonces, como si estuviera predestinado a encontrarme con él siempre en el momento preciso, el hombre de la cicatriz apareció entre las llamas de un salto y levantó por las axilas al hombre inconsciente.

-¡Ayúdeme con los pies!- me indicó.

Así, entre los dos alzamos aquél peso muerto y atravesamos la barrera que el fuego había creado justo en el momento preciso en que este acababa con las mantas. Lo último que recuerdo de aquél instante fue sentir que el mundo se derribaba sobre mí espalda. Al parecer, las maltrechas vigas del techo habían comenzado a quebrarse alcanzadas por las llamas y deformadas por las altas temperaturas. Al parecer, el destino había decidido cambiar una víctima por otra.

Da igual lo que crean ustedes, son tan libres de elegir una idea u otra como de leer este relato o no hacerlo. Sea como sea la suma de cada paso que den les llevará a un resultado u otro, un resultado único y que solo les pertenece  a cada uno de ustedes; Yo por mi parte les diré que la oscuridad absoluta no existe, la nada es una invención más del ser humano y durante los días que precedieron a mi accidente yo era plenamente consciente de que seguía con vida. Con todo, aquellos sueños seguían repitiéndose aunque esta vez con la anciana mucho más calmada y poco a poco mi cuerpo decidió que ya era momento de volver. El problema de recuperar la consciencia es que también vuelve el dolor, en especial cuando una viga de madera te cae sobre nuca y espalda.

Al abrir los ojos supe de inmediato que me encontraba de nuevo en el hospital, aunque esta vez el paciente era yo. Fue reconfortante volverme a encontrar con caras conocidas como las de Fredson, siempre sonriente, e incluso la de las malhumoradas enfermeras.

El doctor me explicó con todo el tacto del mundo que tardaría en poder hablar con normalidad unos días, pero que gracias a mi amigo de la cicatriz me repondría sin problemas. El doctor me atendió mejor que un ángel y aún hoy día dudo de que no lo fuera, y en todo caso tampoco importa, fue algo mucho mejor, fue mi amigo. Todas las tardes me informaba  de todo lo que acontecía en Handem.

Al parecer las cosas habían cambiado bastante desde el incendio, por lo visto aquello había sido la gota que había colmado el vaso. La presión popular había hecho que las dos formaciones que pugnaban por gobernar Handem y sus alrededores se culparan entre ellas por lo acaecido con los refugiados. Un buen día, el pleno llego a tomar la decisión de dejar en libertada a los forasteros, idearon una manera de repartirlos entre casas que muchas de las familias ofrecieron voluntariamente. De repente éramos personas otra vez, de repente habíamos vuelto a merecer vivir.

Recibí dos cartas también, que en un par de días pude leer por mí mismo, una con el remite de un tal Pedro y otra sin ninguna indicación pero que por su apariencia abultada y su peso debía contener algo en su interior. Decidí abrir esta última en primer lugar, de ella extraje un rudimentario colgante, una cuerda rematada con una pequeña piedra grisácea cuyo único detalle relevante parecía ser un grabado igualmente simple compuesto por lo que parecía un circulo custodiada por dos guiones en posición vertical, un colgante que sigo manteniendo a día de hoy. Algún día si el lector tiene a bien, narraré la forma en la que he conseguido tal cosa.

Con toda la curiosidad del mundo recorriendo mi cuerpo leí la nota que acompañaba tan singular abalorio. Era escueta y directa, como la persona que la había dejado, sin duda la misma persona que nos había salvado a Martín y a mí, el hombre de la cicatriz. Decía lo siguiente: “Esto pertenecía a Dolores y ahora le pertenece a usted. Nosotros hemos decidido reemprender nuestro camino, ya sabe que somos bastante peculiares en cuanto a nuestras costumbres. No espero que sea mi amigo, pero al menos sí que haya dejado de odiarme. Hasta que nos encontremos de nuevo”. Leí el mensaje sin parar de repetirme a mí mismo aquél nombre, Dolores.  Tal y como decía el escrito, aquél hombre y yo no éramos amigos, pero mi odio había desaparecido, tal vez no lo comprendiese jamás pero estaba dispuesto a no juzgarlo como lo había hecho aquella primera vez.

La segunda misiva era más bien una simple nota: “Le esperaré hasta el decimoquinto día en el cruce de la fábrica. Justo al salir el sol. Si usted lo desea, su siguiente parte del viaje la hará conmigo”. Por un momento se me pasó por la cabeza que Pedro había perdido la cabeza por completo, ahora que las cosas parecían arreglarse no pensaba macharme a ningún sitio.

Los días siguientes seguí recuperándome a buen ritmo, esta vez todo el mundo parecía querer hablar conmigo, las enfermeras  y enfermeros lucían una sonrisa de oreja a oreja mientras se esforzaban por hacerme sentir uno más de su comunidad, y sinceramente, visto desde la perspectiva que el tiempo nos concede, lo cierto es que nunca lo consiguieron.

Llegué a tener incluso la ilustre visita de auténticas personalidades de Handem, los líderes de las formaciones políticas me estrecharon sus manos y me indicaron cuanto sentían nuestra situación, pero me explicaban que las gentes de Handem eran buenas personas y que no tenían en absoluto la culpa de nada. Puede que al final aquellas personas decidieran acogernos, pero tampoco se lo habían pensado dos veces a la hora de ahorcar a alguien para apaciguar su sed de venganza.

Todos aquellos políticos querían lo mismo, por mucho que intentaran diferenciarse por fuera entre ellos, los refugiados solo éramos una baza más con la que querían contar para sus verdaderos objetivos de alcanzar el poder. ¿Cuánto tiempo habría de pasar hasta que las cosas fueran mal de nuevo y hubiera que buscar a un nuevo culpable para todos los males? Si hay algo que nos cuesta a las personas es reconocer en que hemos fallado, y ya no digamos cambiar.

En cualquier caso volví a ser tan educado como era capaz, y aunque los recuerdos de  las “cascanueces” cayendo sobre nosotros seguían persiguiéndome logré recuperar el buen humor.

Mi alegría se sustentaba sobre todo por las visitas de Martín, que junto con el doctor me visitaba todas las tardes y me ponía al día de todo lo que le parecía relevante, le encantaba planear nuestro futuro, llegando a hablar de cómo y dónde viviríamos, no dejaba nada al azar.

Y en aquellos últimos días recuperé la cordura, por un momento dejé de ser egoísta y la verdad se reveló ante mí dura y directa. Fredson y su mujer cuidaban del niño con todo el amor del mundo y ya había advertido que entre el chico y el buen doctor había un buen intercambio de sonrisas, las mismas sonrisas que poco tiempo atrás solo me había dedicado a mí.

Fredson me hablaba a menudo de lo inteligente que era el chico, me contaba lo que hacía y lo que decía. Un día, con la mirada brillante dejó escapar un suspiro y dijo:-Debe ser maravilloso poder tener un hijo, dar amor y recibirlo, lo daría todo por saber lo que se siente.

Fue la noche del catorceavo día de mi recuperación cuando tomé una de las decisiones más duras que he tomado a lo largo de toda mi existencia. Martín ahora era feliz, y ya tenía una familia, él me lo había dado todo y yo tenía que pagarle con la misma moneda. Qué clase de persona hubiera sido si le hubiera negado el amor que merecía, si le arrebataba su futuro.

Ese mismo día la gente había celebrado a bombo y platillo que la fábrica iba a ponerse de nuevo en marcha, todo era bueno, todos parecían encontrar su sitio, todos menos yo.

Aquella noche, tras explicarle el doctor mi plan y verlo abrazarme y llorar sobre mi hombro de agradecimiento, éste dejó que Martín durmiera conmigo. El niño, feliz como si le hubiera tocado el mayor de los premios durmió arropado bajo mi manta y cogido de mi dolorida mano, pero ni todo el dolor del mundo me hizo soltar su mano, aquella sería la última vez que sentiría sus dedos entre los míos, y fue la última vez que le conté un cuento.

Al amanecer yo ya tenía mi bolsa preparada y estaba completamente vestido, dejé sobre la cama mi carta de despedida y le di a Martín un beso en la frente. Durante un buen rato le estuve observando casi como si temiera que su rostro se me olvidara por completo y finalmente, entre lágrimas, me marché del hospital, me marché de Handem.

Llegué casi sin darme cuenta hasta la puerta de la fábrica donde nos habían tenido presos y allí me encontré con mi nuevo compañero de viaje, que tras fijarse en mi rostro decidió guardar silencio, algo que le agradezco sin duda.

El derruido edificio, como si de mi misma alma se tratara, estaba en proceso de reconstrucción sobre sí mismo de nuevo, y pronto sus instalaciones volverían a estar a pleno rendimiento.

Encontré un cartel oxidado en el suelo, debía formar parte de la antigua factoría. Quité el polvo y las piedras que lo tapaban y por algún motivo que no alcanzo a comprender no me sorprendí de lo que allí ponía.

“Bienvenidos a Handem Manufacturas. Orgulloso hogar de la “cascanueces” desde hace más de dos décadas”.

Tras leer aquello volvió a mi mente aquella frase: “nosotros no tenemos la culpa”.

Y así finalizó mi paso por Handem, así cerré mi propio círculo con aquél lugar.

Y puede que usted, amigo mío o amiga mía lo considere un relato negativo y triste. Pero lo es porque es la forma en la que nos han enseñado a concebir las cosas. Las personas nos equivocamos y eso no es un problema, es parte de la experimentación de nuestro viaje personal. Yo mismo cometí el error de no ver la luz en la oscuridad, ¿de verdad sabría usted que ha leído la historia decirme de dónde apareció esa luminosa alma llamada Martín? ¿Merecen aquellas personas que murieron que les recordemos por el momento de su muerte o por todo lo que han hecho en vida? Como dijo Martín una vez, morimos un día pero vivimos muchos más, el simple pensamiento de un niño contiene una verdad absoluta y profunda digna del mayor de los sabios.

En mi humilde opinión el ser humano fracasa por que no confía en sí mismo, cede al miedo, y este le hace dejar su destino en manos de otros. Se vuelve doblemente cobarde, da su mayor regalo que es la vida a cambio de no hacerse responsable de nada. Nos han regalado la capacidad de saber la verdad, pero también la de ser capaces de negarla. Y esa culpa nos lastra y lo seguirá haciendo, esta culpa no desaparecerá hasta que la abracemos, hasta que la asimilemos y miremos a aquellos que nos hicieron señalar como enemigos con el mismo amor con el que nuestros hijos nos merecen. El mayor enemigo está en nuestro interior, y aunque hemos demostrado que juntos podemos cambiarlo todo, mientras nos tapemos los ojos, mientras nos ataquemos a nosotros mismos seguiremos viviendo en la niebla.

Pero incluso en la más espesa de las nieblas acaba colándose un rayo de luz, ¿verdad?

domingo, 31 de enero de 2016

EN LA NIEBLA (SEGUNDA PARTE)


EN LA NIEBLA           (SEGUNDA PARTE)

Resultó que el doctor sabía perfectamente lo que se hacía, nos guió hasta el hospital de manera eficaz y hablándome con tanto tacto como si fuera un amigo de toda la vida.

Yo solo podía fijarme en la cara de Martín, seguía cogiéndole la mano incluso con demasiada fuerza, aquella mano que me había devuelto a una vida que por un momento no había dejado de vivir; Tan atento a mi amigo iba que no reparé en los edificios de piedra gris que aparecían entre la espesa niebla con la que parecía que Handem había decidido recibirnos. Casi como si la propia urbe tratase de decirnos que aquél no era nuestro sitio.

Lo siguiente que recuerdo es encontrarme en una sala de espera de un color tan blanco como el de la cal. Allí, sentado sobre una silla de madera que se quejaba de manera constante ante cualquier movimiento, mis ojos se habían quedado clavados sobre la puerta acristalada tras la que estaba la consulta en la que estaban intentando que Martín mejorase.

Alguien tosió a propósito a mi lado, con el fin de llamar mi atención, por lo visto llevaba un rato intentándolo sin éxito. Al escucharlo me encontré con la mirada del hombre del pañuelo y la cicatriz, con la diferencia de que este último lo sostenía en la mano tal vez como un gesto de empatía hacia el chico, e incluso hacia mí. Pero aquella empatía no podía ser recíproca, sabía lo que acababa de hacer por nosotros pero recordaba con impotencia la reacción de aquél hombre dejando que la anciana acabara en el fondo del agua.

-Solo quería decirle que me marcho de nuevo y que mañana vendré con los demás.

Aunque lo intenté fui incapaz de articular palabra alguna.

-Tranquilo- intentó calmarme-, no tiene porque sentir simpatía alguna por mí, no he hecho esto esperando agradecimiento; Tampoco espero que comprenda nuestra forma de hacer las cosas, lo que sí le puedo asegurar es que el niño se va a poner bien.

El hombre de la cicatriz se volvió a poner el pañuelo sobre su dorada cabellera, y sin esperar contestación se marchó.

Me hubiese gustado preguntarle cómo sabía aquello, pero al mismo tiempo me convenía creer que decía la verdad; Llegado el momento nos acogemos a la fe o a las teorías que hagan falta siempre que estas nos convengan.

En cualquier caso, sentía una repulsa total por aquello que aquél hombre denominaba “su forma” de hacer las cosas. Me parecía una forma burda de excusarse.

Recuerdo que el tiempo se estiró hasta lo indecible haciendo eterna mi espera, da igual lo que me cuenten, he vivido lo suficiente para saber que este se estira o se contrae a conveniencia.

Cuando la puerta se abrió mi corazón se desbocó como un caballo salvaje, algo que se acentuó cuando la enfermera que salía me dirigió aquella mirada de preocupación sin siquiera pararse a hablar conmigo.

-Pase amigo- escuché la voz del doctor.

Accedí a una estancia con una camilla en su centro  y una mesa de escritorio al fondo tras la que se encontraba sentado Fredson. Había también un par de puertas laterales y vitrinas llenas de frascos y utensilios médicos, pero no, Martín no estaba allí.

-Si busca al chico no lo va a encontrar- dijo mientras parecía escribir algo en un folio.

Me dejé caer, totalmente abatido, sobre una de las sillas que se encontraban libres.

-¿Cuándo ha sucedido?- pregunte con voz temblorosa.

-¿A qué se refiere?- me preguntó mirándome con curiosidad.

El doctor abrió los ojos de par en par cuando se dio cuenta de lo que yo había entendido.

-Oh, no no no. ¡Disculpe usted mi torpeza a la hora de explicarme! Quería decir que le hemos trasladado a una sala de ingresos.

Creí en ese mismo momento que me caía al suelo, todo pareció girar a mi alrededor a la velocidad de la luz durante unos segundos. El hombre se percató de mi estado y se levantó para intentar mantenerme en pié.

-Estoy bien, estoy bien- dije levantando la mano-, ¿se va a poner bien?

-Es difícil saberlo- comenzó a decir llevándose las manos a los bolsillos-, pero hemos conseguido bajarle la temperatura corporal y eso ya es un gran logro. El chico es fuerte.

-Puedo dar fe de ello- aseveré.

-Ahora la medicación que le estamos suministrando debería de ayudar a las defensas de su cuerpo a luchar contra la infección que ha desarrollado.

-¿Puedo verle?

-Claro, acompáñeme- me indicó.

Seguí al buen doctor a través de los pasillos del edificio sin apenas fijarme en el camino, un camino que más adelante me aprendería de memoria. Llegamos a una sala con una docena de camas separadas entre ellas tan solo por unas roídas cortinas blancas. La sala estaba prácticamente vacía y allí, al fondo, pude verle. Mi amigo descansaba con la cabeza vuelta hacia un lado y parecía respirar con dificultad pero de manera regular.

¡Qué cruel me pareció aquella estampa! Ver a alguien que siendo una magnífica representación de lo que es estar vivo, se encontrase tan apagado. La piel de su cara tenía un color más blanco de lo normal y sus labios ya no mostraban aquella magnífica sonrisa.

-¿Cuánto tiempo puede estar así?

-Eso depende de hasta donde haya llegado la infección y de lo fuerte que sean las defensas del chico. Esta guerra se librará dentro de él- explicó mientras intentaba reprimir un bostezo-, lo mejor es que se despierte cuanto antes. En unas horas, un par de días como muy tarde. Por mi experiencia, la gente que está inmersa en este tipo de “sueño” y no se despierta en esos primeros días ya no lo hace.

-¿Jamás?- pregunté alarmado.

-Algunos nunca, pero usted no ha de pensar en eso. De nada serviría en cualquier caso. Y como ya ha podido experimentar el tacto en el dialogo no es mi fuerte- explicó intentando sonreír-, ahora ambos deberíamos descansar. Yo intentaré hacerlo en el camastro de mi consulta, a estas horas no voy a encontrar transporte alguno que me lleve de vuelta a mi casa. Usted puede recostarse en la sala de espera, siento no poder proporcionarle un lugar mejor por el momento.

-Al contrario, no sé como agradecerle todo lo que está haciendo, si no fuese por usted..- mis palabras dejaron de salir de mi garganta.

Fredson apoyó su mano sobre mi hombro de manera suave y se marchó decidido.

-Ah, una cosa más- dijo, cuando salía por la puerta-, intente no enemistarse con las enfermeras de esta planta, aunque me han asegurado que no, yo creo que algunas muerden.

Eché un vistazo a la sala de espera y vi que estaba presidida por una decena de incómodas sillas. A los lados había un par de butacones acolchados que me parecieron lo más aceptable para descansar o al menos intentarlo.

Antes de parpadear un par de veces caí de puro cansancio en un profundo pero perturbador sueño. Cada noche de los días que estuve esperando a que mi amigo recobrara la consciencia el mismo sueño angustioso venía a mi mente; En el sueño, la anciana del río intentaba hablarme, decirme algo importante, pero yo no podía distinguir qué era, me encontraba demasiado lejos de ella.  Y entonces lo veía, veía a Martín cogido de la mano de la mujer y antes de alcanzarlos ambos se hundían en las profundas aguas de aquél río que yo nunca lograba alcanzar.

Me despertaba de aquella pesadilla agitado y disgustado, repitiéndome a mí mismo que solo era un maldito sueño. A veces despertaba y comprobaba que apenas habían transcurrido unos minutos, otras abría los ojos cuando los primeros rayos del sol se colaban por la ventana.

Pero la vida transcurría fuera de mi pequeño mundo, al final tardaron casi dos días en llegar, desconozco el motivo de tal retraso, pero cuando mis compañeros de peregrinaje llegaron, no hubo nadie en la ciudad que no se enterase; Ese día el hospital cambió su acostumbrada paz y sosiego por un trasiego constante de enfermos, acompañantes y enfermeros. El personal no estaba preparado para tal volumen de trabajo y eso se reflejaba en sus caras; Sin embargo el estrés no era lo único que provocaba aquellos malos gestos continuos, había algo más, algo más sucio e igualmente humano, rechazo.

Los nuevos invitados sin embargo comenzaron a llenarse de energía, tal vez no de la misma manera que antes de la tragedia, pero ahora que eran conscientes de que habían sobrevivido parecían  de nuevo agradecidos por ello; Los más afortunados habían conseguido llegar con su familia al completo, y aquella ciudad se les presentaba como una segunda oportunidad para ellos y sus descendientes. Aquella primera semana, ninguno de ellos se daba cuenta del problema que crecía y crecía silencioso por cada rincón de la ciudad.

Yo, por mi parte, intentaba trabar conversación con el personal del hospital sin mucho éxito, solían responderme, los más educados, con simples movimientos de cabeza. Sin embargo durante aquellas largas noches logré ganarme la simpatía, llamarle simpatía tal vez sea desmesurado, de la enfermera que cuidaba de Martín; Una mujer joven y vivaracha pero con un rigor mortis perpetuo en su rostro, sus dientes debían de estar a punto de quebrarse bajo la presión a las que lo sometía su mandíbula. Con todo, se trataba de una buena profesional y su trato con los demás, especialmente con los pacientes, era más que correcto.

Creo recordar que fue durante la cuarta noche cuando conseguí reunir el valor suficiente para preguntarle a qué se debía aquella reacción. Pregunté con sinceridad y me pagó con la misma moneda, una breve explicación sobre porqué para la ciudad era malo recibir en aquellos momentos a tanta gente, que apenas tenían para los “de allí” y aquello les ponía en peligro a todos, acabó su horrenda explicación con una frase que después escuché cientos de veces y que ya nunca pude olvidar.

-No crea que no siento lo que les ha sucedido, pienso que es horrible, pero nosotros no tenemos la culpa.

Desde esa noche tres cosas me atormentaban sin cesar y por el siguiente orden, la enfermedad de mi amigo, el sueño de la anciana y las palabras “nosotros no tenemos la culpa”.

Al séptimo día, aunque suene pomposa tal introducción, todo cambió, y no precisamente a mejor. Comenzaba a anochecer, eso intuía, ya que me había resistido a recorrer las calles de aquella ciudad en la que todavía no me sentía cómodo. Es como cuando alguien te encuentra una casa, una buena casa y tú sin embargo no has sido partícipe de su elección, esa casa jamás será realmente tu casa. Llámenle ego u obstinación, pero así es de manera irremediable.

Siete días eran mucho tiempo para que el muchacho siguiera sumido en aquél trance del que no parecía poder ni querer salir. El doctor Fredson, del que solo guardo buenos recuerdos y al que siempre estaré agradecido, me acompañaba en multitud de ocasiones, invitándome incluso a comer con él; Puedo decir, sin miedo a exagerar, que se convirtió en algo muy parecido a un buen amigo. Yo me aferraba a sus constantes ánimos como última esperanza y él a cambio parecía muy interesado en saber todo sobre la vida que había llevado en la que hasta hacía poco había sido mi casa.

Intentaba por todo los medios centrarme en mi amigo y apartar de mí la melancolía que amenazaba con atenazar mi corazón a cada instante. A pesar del trajín que había traído consigo la llegada de los refugiados, la mayoría se habían recuperado de sus lesiones y magulladuras, solo los más enfermos continuaban allí postrados.

Bien, como suele ser habitual en mí, he dado un rodeo excesivo para contar algo bastante sencillo, como siempre he dicho, se puede saber escribir y sin embargo no tener talento alguno para ello.  Como decía, comenzaba a anochecer y no recuerdo que leía en aquél momento, de lo que se deduce que dicha lectura no me causo una gran impresión. En cierto momento noté un alboroto de gente corriendo y hablando en voz alta, por el tono de las voces  estaba claro que algo grave había sucedido.

Cuando el ruido cesó salí al pasillo para saciar mi curiosidad y allí me encontré de frente con la enfermera que cuidaba normalmente de Martín, pero en esta ocasión, su uniforme blanco se encontraba totalmente manchado de sangre.

-¿Qué ha sucedido?

-Ha sido uno de los suyos, ¡le ha clavado un cuchillo a un pobre anciano!- espetó con rabia.

Pese a que mi mente seguía estando en otra parte, comenzaba a darme cuenta de que nos encontrábamos ante el comienzo de un verdadero problema. Tal vez nos habíamos precipitado al pensar que Handem podía ser nuestra nueva casa, o como mínimo no habíamos reparado en el precio que deberíamos pagar por ello.

Los enfermos con los que me cruzaba al pasar cerca de sus camas me miraban con la misma expresión de preocupación que yo les miraba a ellos, y ante sus preguntas solo podía contestarles aquello que mi amiga amargada había dicho; Fue casi como si Martín por un momento hubiera pasado a segundo plano, por mi cabeza pasaban las palabras de la enfermera, expresadas de la forma en la que uno habla cuando se ha estado conteniendo durante tiempo y acaba desahogándose. La cuestión es que, si así era, estaba claro lo que aquella mujer sentía y por lo tanto lo que muchos de los habitantes de Handem albergaban en sus corazones.

De alguna forma, a pesar de no ser afín a ningún tipo de religión, recé porque aquella persona malherida se salvase.

El silencio que durante las siguientes horas  se hizo el dueño de todo el edificio, dejaba patente el estado de tensión e incertidumbre que vivíamos; Y el hecho más alarmante de todos es que mi amigo el buen doctor se había saltado su visita diaria. No fue hasta ya entrada la madrugada que volví a ver a Fredson, se sentó a mi lado resoplando y secándose con un pañuelo las gotas de sudor que empapaban su frente.

Su expresión me contó aquello que quería saber, y aquellos gestos los acompañó con varios tragos de algo que contenía la pequeña petaca que acababa de sacar de un bolsillo; Me ofreció un trago de aquello que por el aliento del hombre, debía de tener un alto porcentaje de alcohol, invitación que decidí declinar.

-Ha muerto- dijo sin mirar a ningún sitio en concreto.

-Seguro que han hecho ustedes todo lo que estaba en sus manos para salvarle la vida- intenté consolarle de manera bastante torpe.

-Brindo por eso- dijo dando un nuevo trago.

Decidí guardar silencio ante mi transitoria falta de repertorio dialéctico, y un rato después Fredson tomó la palabra de nuevo.

-Sé que estamos evitando hablar del tema, pero ambos sabemos que Martín lleva demasiado tiempo sin despertar, lo siento pero de seguir así me veré obligado a cambiarle de planta. Voy a mandar que esta noche le dejen dormir junto a la cama de su amigo, le pondré una butaca que tengo en mi despacho, no es muy cómoda que se pueda decir pero será mejor que pasarse plantado toda la noche sobre una silla. Y la verdad, no me apetece acabar teniéndole a usted también de paciente.

Aquél gesto, aunque fue recibido con agrado también me causo cierta inquietud.

-No creo que el personal se lo tome muy bien.

-Sí- dijo sonriendo-, supongo que se refiere a la enfermera Getts. ¡Al diablo con esa amargada! Sé que es poco científico, pero estoy seguro de que de alguna forma su actitud hace que los enfermos de esta planta sigan estándolo.

-En todo caso, de verdad que no quiero causar molestias, si no puedo quedarme en la sala esta noche puedo esperar a las siguientes.

-Creo que no es consciente de lo que está sucediendo, puede que esta sea la última noche que pueda pasar en este hospital- dijo mirándome con cara de estupefacción-, acaba de morir un anciano acuchillado y un par de testigos juran haber visto a uno de sus compañeros perpetrando tan horrible acto.

-Sí, la enfermera me lo dijo antes. Siento los problemas que les estamos causando.

El doctor me miró con los ojos totalmente abiertos y llenos de indignación.

-Pero, ¿de qué está hablando? Hágame un favor, ¡jamás y le digo jamás, se le ocurra darle la razón a los tarados que usan las desgracias para sacar rédito de ello! Tenga un poco de orgullo, un poco de amor propio, vienen ustedes de sufrir una tragedia, y puede que lo que cuentan de ese tipo sea cierto o no, pero que me aspen si una persona así les representa a usted o a ese chico que está inconsciente a unos metros de aquí.

El tono con el que el doctor se estaba expresando hizo que más de un enfermero se asomasen y  miraran con desaprobación.

-¿Sabe usted cuantas personas han muerto este año en esta ciudad, apuñaladas, estranguladas o a golpes? Yo se lo diré, ¡casi una treintena! Y alguien pudiera pensar que eso es representativo de esta ciudad, pero le aseguro que yo no voy matando a gente por ahí, ¡aunque a veces me entren ganas!

Mientras el hombre hablaba, una enfermera que nos pedía silencio tuvo que hacer gala de sus reflejos al esquivar la petaca que el doctor le había lanzado a los pies.

-De verdad se lo digo- prosiguió algo más calmado-, esto se va a poner muy feo. Conozco a la gente de Handem, y algunas de esas personas hacen que en ocasiones me alegre de no poder ser padre, sé de muchos de ellos que esperaban a que pasara lo de esta noche. Y por desgracia yo no tengo el poder de ponerle a usted a salvo, pero sí le puedo dar una noche cerca del chico. Usted preocúpese de sus problemas que no son pocos, yo lidiaré con los míos- terminó de hablar señalando con la mirada a una de las enfermeras que pasó cerca de nosotros.

Y si hay algo más que pueda decir de aquella noche es que, como siempre, el doctor mantuvo su palabra; Eso y que las pesadillas siguieron, yo diría que fueron más vividas que nunca.

Y tampoco se equivocó Fredson en aquella ocasión, al día siguiente todo fue a peor. Poco tiempo después de amanecer, un grupo de personas vestidas con un uniforme marrón empezaron a pedir a los que no estábamos en cama, que les acompañáramos. Eran parte de la policía local y por sus rudas formas para con nosotros no se encontraban de muy buen humor.

Una vez que me despedí de Martín me junté con el grupo de personas a las que nos habían conminado a dejar solos a nuestros amigos o familiares. No intercambiamos muchas palabras, pero sí miradas, sí tristeza, sí miedo, y ese mismo miedo atenazó nuestras voces. No habíamos hecho nada malo, nada más allá de lo malo que alguien pueda considerar que es intentar sobrevivir. Lo peor de aquel momento no fue sentir la desaprobación, el rechazo de aquellos que no comprendían qué hacíamos allí, de aquellos que jamás serían capaces de ponerse en nuestro lugar; Lo peor fue constatar como nosotros mismos asimilamos una inexistente culpabilidad, puede que esto suene raro y redundante, pero se puede ser culpable de nada, que es ser culpable igualmente. Y cuando tú mismo te sientes así, no puedes reclamar una vida que tú mismo crees no merecer. Vencer a un derrotado no tiene mérito, y en aquél momento volvimos a recordar que nos habíamos quedado sin sitio en el mundo.

Vi a Fredson al salir del edificio y pude ver cómo me miraba con sus ojos enrojecidos y húmedos, me preguntó si podía hacer algo por mí.

-Si Martín se despierta- dije en voz alta mientras recibía empujones como advertencia para que no detuviera mi marcha-, intente ponerle unas zapatillas, unas que no tengan agujeros, por favor. ¡Y dígale dónde estoy!

El doctor hizo un gesto de asentimiento, y yo me encontré en un cuadro gris, con un viento gris dándome en la cara, con un cielo gris amenazando con calarme hasta los huesos una vez más y unos edificios grises gritando que aquél no era nuestro lugar.

Poco a poco, aquella horrenda procesión fue ganando integrantes cuando empezaron a juntarnos a todos los refugiados, creciendo además el número de personas que nos escoltaban. Por los atuendos de algunos de aquellos agentes estoy seguro de muchos de ellos no lo eran, eran voluntarios, personas que se habían presentado voluntarias para controlar que el “enemigo” se marchara.

Creo que a día de hoy, uno de los recuerdos más terribles que guardo es el de la gente que nos observaba como si de un pasacalles se tratara, al mismo tiempo que nos proferían insultos de todo tipo. Aquél aciago día fue un día de tristeza, de dolor y sobretodo de odio, y puedo prometerle al lector, que ser odiado por el simple hecho de vivir es algo tan duro que por momentos es capaz de dejarte sin respiración.

Caminamos por el empedrado irregular de aquellas calles durante más de media hora, y lo hicimos rodeados de preguntas e incertidumbre.

-¿Dónde nos llevan?- preguntó una mujer que llevaba a un niño de la mano.

-Tranquila, ya verá como solo es algo temporal, pronto nos encontrarán un sitio donde vivir- dijo un anciano de pelo blanco a mi lado-, ¿qué otra cosa puede ser sino?

A pesar de la convicción que aquél señor  pretendió dar a sus palabras casi nadie quedó convencido con aquella explicación. La gente murmuraba, y la tristeza más honda se intentaba combatir con una coraza de esperanza, una falsa lógica que a pesar de equivocada era un asidero al que agarrarse con todas nuestras fuerzas.

La calle por la que caminamos comenzó a alejarse de la zona urbana y ante nosotros apareció una imagen de pesadilla, una fábrica de piedra, abandonada y derruida en algunas de sus alas.

Las lágrimas afloraron en muchos de mis compañeros de viaje, e incluso alguna persona a la que ya soy incapaz de poner rostro cayó de rodillas al suelo.

Un hombre robusto  de rostro severo habló en voz alta desde la puerta que daba acceso a la verja del recinto, una verja que en su parte superior disponía de unos afilados salientes de alambre en los que una persona podía literalmente dejarse la piel.

El hombre fue correcto en su recibimiento pero yo era incapaz de prestarle atención, por un momento fui creyente, un hombre devoto que se encontraba a las puertas del infierno.

Pensé en Martín y agarre con todas mis fuerzas aquél pensamiento; Lo hice mientras me daba cuenta de lo ilusos que habíamos sido, habíamos pensado que nos ayudarían, creímos ser comprendidos y acogidos, y solo en aquél momento supimos lo que éramos, éramos prisioneros.

 

 

 

                                                                        Concluirá..